La madrugada del 29 de agosto de 1947, moría en la plaza de toros de Linares, el gran maestro Manolete. Un torero casi un Quijote místico, capaz de conjugar dos verbos exclusivos de toreros de época: el aguantar y el ligar, que lo convertiría en un adelantado de lo que en el futuro devendría la fiesta brava. Y lo mató un toro de la ganadería de Miura cuando apenas tenía 30 años en la liturgia plena de su conciencia y, valga esta crónica, medio siglo después, como homenaje y exigua remembranza de su memoria viva.
Una crónica de ELOY JÁUREGUI
1.
Manolete tenía dos vidas. La suya que era en suma intensa y
hedonista. La otra -no menos suya-, más bien dramática, callada y profunda. Que
era distinto Manuel Rodríguez Sánchez, cierto que lo era. De esos seres
insólitos e inusitados. Que era sorprendente y original Manolete, un personaje
preciso, una afable criatura honesta e incorruptible. Un ciprés vestido de
alamares con su semisonrisa de amargura burlando la alegría. Un hombre enhiesto
curtido por los vientos y el justiciero sol de aquella Córdoba amada donde
nació en la calle Conde de Torres Cabrera, número 6, un 4 de julio de 1917 y
allí cerca se bautizó, a la vera de la parroquia de Santa María de las Aguas
San tas, exaltado en sus venas por toda una gran genealogía taurina de los
califas cordobeses.
Muéstrese no más que su tío abuelo fue Pepete muerto también
por un toro de Miura, “Jocinero”, con quien se inicia la leyenda trágica de esa
ganadería en la plaza de Madrid un 20 de abril de 1862. Que su padre, que
llevaba el mismo nombre de Manuel Rodríguez Sánchez y también era un Manolete y
fue matador aunque con menos brillo y fue hermano del también torero Bebe
Chico. Que por línea materna nuestro Manolete era hijo de Angustias Sánchez
Martínez, que en un principio fue viuda de Rafael Molina “Lagartijo Chico” y
también enviudó de don Manuel cuando el niño Manolete tenía apenas .seis años.
Y cómo no salir torero si en sus venas estaba tatuado el
riesgo del arte y de la gloriosa muerte. Ya a los 16 años se lo anuncia en una novillada en el pueblo
de Cabra, al sur de Córdoba y dos meses más tarde, integran el grupo “Los
Califas” que recorrían los lugarejos y villorrios andaluces desde la Giralda
hasta la Mezquita. Manolete, llamado así por la luz y el brillo de su casta,
entre 1934 y 1939 actúa en 47 novilladas. Su debut fue en Tetúan de las
Victorias el 30 de abril de 1935 y vistió un traje naranja y oro que alquiló al
sastre Angel Linares por 125 pesetas. Se hace doctor en toreo una tarde del 2
de julio de 1939 en Sevilla siendo apadrinado por Manuel Jiménez “Chicuelo”,
luego confirmaría su alternativa el 12 de octubre de ese año en Madrid con la
venia del diestro Marcial Lalanda.
Manolete fue desde el inicio un torero de otra época,
diferente, la de España de la postguerra. Aquella España de una nueva
generación que quería olvidar y voltearle la cara a las penurias y a las
pasiones ensangrentadas. Ahí aparece Manolete, abriendo nuevos horizontes al
arte de la tauromaquia que cultivaba con primor. El, acortó las distancias y
redujo los movimientos aspavientosos. Cultivó el drama y fundó la escultura en
el toreo. Desdeñó lo superfluo y le dio hondura a lo fundamental. Aquellos que
lo vieron piel a piel, dicen que jamás se puso de rodillas ante un toro, ni
buscó el aplauso en pudibundas actitudes frívolas. En cambio, fuera con la
derecha o la izquierda, le impuso un temple inconmensurado al pase natural. Y
porque como un dios dulce y justiciero, supo volcarse sobre los morrillos
cualquier morrillo de los toros, todos los toros, fue maestro y qué maestro.
Manolete para bien o para mal, cambió la filosofía del
toreo. Porque antes de él, la lidia era la adaptación del torero en la ecuación
de adecuarse al carácter del toro. Manuel Rodríguez Sánchez en cambio, con su
arte y sus terrenos hacia vibrar la esencia de la verdad, su verdad. Porque fue
un torero corto pero intenso. Simple pero inimitable. Serio pero arrebatador y
heroico. Con el capote apenas dominaba dos lances: la verónica y la media
verónica que ejecutaba majestuosamente y con un sello personalísimo. No
banderillaba porque carecía de facultades. Por eso aligeraba los dos primeros
tercios de la lidia y ansiaba el último que era el de su gloria: la faena de la
muleta y la suerte suprema. Y Manolete montaba siempre al volapié nunca mató
recibiendo al toro. No obstante, dicen 106 entendidos que tenía un defecto: se
quedaba un instante demás en la cara del toro y no realizaba bien el tercer
tiempo que lo hacía salir limpiamente del peligro mortal. Y ese defecto le
costó la vida.
2.
Muchos se preguntarán ¿por qué y para qué se torea? Y yo
digo que por un profundo sentimiento estético e intemporal que se apodera del
alma y el espíritu. Porque es el romance más intenso y sensual que existe entre
la vida y la muerte. Porque es un pacto
de amor entre el hombre y la bestia en las esencias más puras de un espectáculo
que busca continuamente ser menos fiero y brutal, más armónico y más artístico.
Y el toreo es sinónimo de cambio y evolución con sus tres pilares: el torero o
las formas de torear, el toro para poder hacer ese toreo y el público con sus
gustos contextualizados en sociedades con éticas y pautas de comportamiento
propias.
Y porque en los toros se muere de verdad –la muerte
“fascinante” de Joselito, de Manolete,
de Paquirri y Yiyo– cada muerte de un torero refrenda el riesgo mortal para el
artista y estos descesos se encadenan a momentos claves, cuando la fiesta brava
era atacada desde adentro o desde afuera con la mayor virulencia. Sólo así se
puede concluir que el toreo, como un
acto vivo, destapa su instinto y sentido de la supervivencia y es capaz de
sacrificar los seres más queridos de su entraña.
Pero el toreo es arte y muerte –y negocios millonarios dirán
otros con toda razón– y en España fue guerra. Porque el Manolete coexistente,
vivió y desarrolló su genio (a decir de Gutiérrez Alarcón en su libro “Los
toros de la guerra y el franquismo”, Caral editor, Barcelona 1978) en medio y
con las secuelas de la guerra civil, la destrucción de las ganaderías y una
infame depresión económica.
Manolette vino a Lima dos veces. En la temporada de verano
de 1946 y para la primera Feria del Señor de los Milagros de ese mismo año. El
siempre recordado Manuel Solari Swayne, “Zeñó Manué” (“Tendido 5 Barrera 25”,
Veamos S.A. Editores, Lima 1976) escribió: “Manolete es majestuoso en el andar,
arrogante al citar, soberano al muletear por alto, despacioso, todo él, ritmo y
parsimonia al correr suave la mano cuando toreaba al natural. Creaba una
emoción quieta, silenciosa, para ser paladeada sin desazón ni alboroto.
Pontífice de la torería, ejercitaba su profesión como quien realiza un rito”.
El público limeño lo admiró con silencio cómplice. Es que
Manolete era la majestad hierética del mito. Y de él se decían cosas, aquellas
que guarda el artificio del misterio. Que se le había inventado el toro chico
que le había puesto a la fiesta “su impuesto” fenicio y oneroso, que era figura
porque era íntimo del generalísimo Franco, que compraba a los cronistas y hasta
que sufría de tuberculosis. Lo cierto es que Manolete que fue un hombre honesto
y generoso, no acumuló fortuna sino amigos grandes amistades que como dice José
Luis de Córdoba en su obra “El toreo en Córdova” (Edit. Nebrija, Madrid, 1980)
que aunque formó el cuarteto de los Califas de Córdoba, junto a “Lagartijo”,
“Guerrita” y “Machaquito”; Manolete, fue el caso singular y único, y al morir
su mirada fue nimbada por el halo luminoso de los elegidos. De los que marcan
una norma a seguir y un ejemplo a imitar.
3.
Y la feria de San Agustín
patrono de Linares no gozaba de mucha solera y ese agosto del 47 abre sus
carteles armados por el empresario Pedro Balaña, con los diestros “Gitanillo de
Triana”, Manolete y Luis Miguel “Dominguín”. Los toros eran de don Eduardo
Miura y estaban originalmente destinados
a la feria de Murcia pero el público de toda la provincia de Jaén exigió aquel
ganado al apoderado de Manolete, José Flores, Camará, y aquel jueves 28 de
agosto, seis toros de la divisa ya mitológica de Miura son ansiados en Linares.
“Islero”, toro negro entrepelao y bragao, marcado con el número 21 y herrado
arriba como corresponde a su ascendencia cabrereña, salta a la arena en quinto
lugar. Manolete, que aquella tarde lucía su característico traje de rosa pálido
y oro, abrevia y llega al último tercio manseando y venciéndose por el pítón
derecho; el que hay que cruzar en la estocada. La faena es honrada, apurando
las escasas posibilidades que ofrece.
Manuel Rodríguez instrumenta una serie de manoletinas
quedando en suerte, siempre, por el lado derecho. Manolete entra a matar cuando
el reloj marca las 6 y 41 minutos de la tarde. El estoque se hunde lentamente
entrando por todo lo alto del morrilo de “Islero” que, a la vez, clava el pitón
en el muslo del torero, haciéndolo girar como un pelele. El toro se aleja a las
tablas y el mozo de espadas “Sevillanito” y el apoderado Camará alzan a
Manolete apresuradamente, en la desesperación, equivocan el camino del
anfermería y han de retroceder sobre sus pasos. “Islero”, dobla y es
apuntillado. Las dos orejas y el rabo, premio al pundonor –que lo llevó a
cometer el yerro de entrarle a matar tan despacio, tan dejándose ver– de
Manolete, le son llevadas a la enfermería.
El parte facultativo decía: “Durante la lidia del quinto
toro ingresó en la enfermería el matador Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete.
Tiene una herida por asta de toro en el ángulo inferior del triángulo de scarpa
con una trayectoria de 25 centímetros de longitud, de abajo arriba y de adentro afuera y ligeramente de delante
atrás (sic), con destrozos de fibras musculares del sartorio, faciocridiforme,
recto externo, con rotura de la vena safena y contorneado el paquete vásculo
nervioso y la arteria femoral en una extensión de 5 centímetros y otra
trayectoria hacia abajo, y hacia afuera de unos 20 centímetros de longitud, con
intensa hemorragia y fuerte “shock” traumático. Pronóstico: muy grave”.
Firmaban el parte los médicos de Jaén, Fernando Garrido Arboledas y Garzón
Carbonell.
Decía con aquella majestad del humilde genio, el maestro
Félix Arias Schreiber –“Al Alimón”–, en una crónica donde recordaba al gran
“califa de Córdoba”, que esa tarde remota del 28 de agosto de 1947, “agonizaba
Manolete en medio del vuelo de las moscas y del fastidioso sopor del verano
español, tendido en el camastro de la destartalada enfermería del pueblo minero
de Linares. Y se moría no el mejor, ni el más artista, ni el más sabio, pero
sí, el de más nítida personalidad del
siglo XX.
En realidad, Manolete, a las 8 y 30 de la noche, sufre un
enérgico “shock” y pierde muchísima sangre. Así, deciden trasladarlo al
hospital de Los Condes de Linares donde los médicos Jiménez Guinea y Tamames,
reunidos en consulta con sus colegas, deciden no volverlo a intervenir porque
el pulso es muy leve y el matador apenas muestra una tensión de siete a pesar
de las ocho transfusiones a que fuera sometido. Las primeras horas del otro día
son de frases inconexas. Pregunta por su madre y no por la novia, la hermosa
Lupe Sino que aguarda en el vestíbulo del quirófano.
Pide un cigarro. A las 5 de la madrugada del 29 de agosto,
en el delirio –según algunos, por habérsele suministrado plasma que no era de
su tipo–, como si estuviera en la plaza y quisiera dar una orden a su peón de
confianza, Manuel Rodríguez lo llama a gritos; es su última palabra
“¡David!”... Agoniza. Y a los 5 y 7 minutos, muere.
Manolete no fue el mejor torero del siglo. Antes que él
están Joselito y Belmonte, los insuperables protagonistas de la edad de oro del
toreo (1914-1920) –José María de Cossío dixit–, que aparecieron en la misma
época y que eran al mismo tiempo diametralmente opuestos.
Y los amantes al toro tuvieron que esperar otro ciclo, aquel
que inventó Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete. Hoy ha pasado medio siglo de su
muerte y sus restos descansan en el cementerio de Nuestra Señora de la Salud
donde lo cuida su fiel guardián Leoncio y ante su efigie están escritos estos versos del poeta
valenciano Rafael Duyos: “Aquel que las arenas pisó con más firmeza, yace aquí,
bajo el cielo de su Córdoba mora”. Un luto de flores llora sobre su recuerdo,
ahí reposa un Torero de toreros, el nombre de una época , el de su amor por el
valor y su arte y su hombría. Y qué fácilmente la vida se hace de pronto
recuerdo.
(Fragmento deñ libro USTED ES LA CULPABLE, Norma Editores. Lima 2004)
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