martes, 26 de agosto de 2014

Manolete / LA PASIÓN PROHIBIDA








La madrugada del 29 de agosto de 1947, moría en la plaza de toros de Linares, el gran maestro Manolete. Un torero casi un Quijote místico, capaz de conjugar dos verbos exclusivos de toreros de época: el aguantar y el ligar, que lo convertiría en un adelantado de lo que en el futuro devendría la fiesta brava. Y lo mató un toro de la ganadería de Miura cuando apenas tenía 30 años en la liturgia plena de su conciencia y, valga esta crónica, medio siglo después, como homenaje y exigua remembranza de su memoria viva.


 



Una crónica de ELOY JÁUREGUI




1.


Manolete tenía dos vidas. La suya que era en suma intensa y hedonista. La otra -no menos suya-, más bien dramática, callada y profunda. Que era distinto Manuel Rodríguez Sánchez, cierto que lo era. De esos seres insólitos e inusitados. Que era sorprendente y original Manolete, un personaje preciso, una afable criatura honesta e incorruptible. Un ciprés vestido de alamares con su semisonrisa de amargura burlando la alegría. Un hombre enhiesto curtido por los vientos y el justiciero sol de aquella Córdoba amada donde nació en la calle Conde de Torres Cabrera, número 6, un 4 de julio de 1917 y allí cerca se bautizó, a la vera de la parroquia de Santa María de las Aguas San tas, exaltado en sus venas por toda una gran genealogía taurina de los califas cordobeses.


Muéstrese no más que su tío abuelo fue Pepete muerto también por un toro de Miura, “Jocinero”, con quien se inicia la leyenda trágica de esa ganadería en la plaza de Madrid un 20 de abril de 1862. Que su padre, que llevaba el mismo nombre de Manuel Rodríguez Sánchez y también era un Manolete y fue matador aunque con menos brillo y fue hermano del también torero Bebe Chico. Que por línea materna nuestro Manolete era hijo de Angustias Sánchez Martínez, que en un principio fue viuda de Rafael Molina “Lagartijo Chico” y también enviudó de don Manuel cuando el niño Manolete tenía apenas .seis años.


Y cómo no salir torero si en sus venas estaba tatuado el riesgo del arte y de la gloriosa muerte. Ya a los 16 años  se lo anuncia en una novillada en el pueblo de Cabra, al sur de Córdoba y dos meses más tarde, integran el grupo “Los Califas” que recorrían los lugarejos y villorrios andaluces desde la Giralda hasta la Mezquita. Manolete, llamado así por la luz y el brillo de su casta, entre 1934 y 1939 actúa en 47 novilladas. Su debut fue en Tetúan de las Victorias el 30 de abril de 1935 y vistió un traje naranja y oro que alquiló al sastre Angel Linares por 125 pesetas. Se hace doctor en toreo una tarde del 2 de julio de 1939 en Sevilla siendo apadrinado por Manuel Jiménez “Chicuelo”, luego confirmaría su alternativa el 12 de octubre de ese año en Madrid con la venia del diestro Marcial Lalanda.


Manolete fue desde el inicio un torero de otra época, diferente, la de España de la postguerra. Aquella España de una nueva generación que quería olvidar y voltearle la cara a las penurias y a las pasiones ensangrentadas. Ahí aparece Manolete, abriendo nuevos horizontes al arte de la tauromaquia que cultivaba con primor. El, acortó las distancias y redujo los movimientos aspavientosos. Cultivó el drama y fundó la escultura en el toreo. Desdeñó lo superfluo y le dio hondura a lo fundamental. Aquellos que lo vieron piel a piel, dicen que jamás se puso de rodillas ante un toro, ni buscó el aplauso en pudibundas actitudes frívolas. En cambio, fuera con la derecha o la izquierda, le impuso un temple inconmensurado al pase natural. Y porque como un dios dulce y justiciero, supo volcarse sobre los morrillos cualquier morrillo de los toros, todos los toros, fue maestro y qué maestro.


Manolete para bien o para mal, cambió la filosofía del toreo. Porque antes de él, la lidia era la adaptación del torero en la ecuación de adecuarse al carácter del toro. Manuel Rodríguez Sánchez en cambio, con su arte y sus terrenos hacia vibrar la esencia de la verdad, su verdad. Porque fue un torero corto pero intenso. Simple pero inimitable. Serio pero arrebatador y heroico. Con el capote apenas dominaba dos lances: la verónica y la media verónica que ejecutaba majestuosamente y con un sello personalísimo. No banderillaba porque carecía de facultades. Por eso aligeraba los dos primeros tercios de la lidia y ansiaba el último que era el de su gloria: la faena de la muleta y la suerte suprema. Y Manolete montaba siempre al volapié nunca mató recibiendo al toro. No obstante, dicen 106 entendidos que tenía un defecto: se quedaba un instante demás en la cara del toro y no realizaba bien el tercer tiempo que lo hacía salir limpiamente del peligro mortal. Y ese defecto le costó la vida.



2.


Muchos se preguntarán ¿por qué y para qué se torea? Y yo digo que por un profundo sentimiento estético e intemporal que se apodera del alma y el espíritu. Porque es el romance más intenso y sensual que existe entre la vida y  la muerte. Porque es un pacto de amor entre el hombre y la bestia en las esencias más puras de un espectáculo que busca continuamente ser menos fiero y brutal, más armónico y más artístico. Y el toreo es sinónimo de cambio y evolución con sus tres pilares: el torero o las formas de torear, el toro para poder hacer ese toreo y el público con sus gustos contextualizados en sociedades con éticas y pautas de comportamiento propias.


Y porque en los toros se muere de verdad –la muerte “fascinante” de Joselito,  de Manolete, de Paquirri y Yiyo– cada muerte de un torero refrenda el riesgo mortal para el artista y estos descesos se encadenan a momentos claves, cuando la fiesta brava era atacada desde adentro o desde afuera con la mayor virulencia. Sólo así se puede concluir  que el toreo, como un acto vivo, destapa su instinto y sentido de la supervivencia y es capaz de sacrificar los seres más queridos de su entraña.

Pero el toreo es arte y muerte –y negocios millonarios dirán otros con toda razón– y en España fue guerra. Porque el Manolete coexistente, vivió y desarrolló su genio (a decir de Gutiérrez Alarcón en su libro “Los toros de la guerra y el franquismo”, Caral editor, Barcelona 1978) en medio y con las secuelas de la guerra civil, la destrucción de las ganaderías y una infame depresión económica.


Manolette vino a Lima dos veces. En la temporada de verano de 1946 y para la primera Feria del Señor de los Milagros de ese mismo año. El siempre recordado Manuel Solari Swayne, “Zeñó Manué” (“Tendido 5 Barrera 25”, Veamos S.A. Editores, Lima 1976) escribió: “Manolete es majestuoso en el andar, arrogante al citar, soberano al muletear por alto, despacioso, todo él, ritmo y parsimonia al correr suave la mano cuando toreaba al natural. Creaba una emoción quieta, silenciosa, para ser paladeada sin desazón ni alboroto. Pontífice de la torería, ejercitaba su profesión como quien realiza un rito”.


El público limeño lo admiró con silencio cómplice. Es que Manolete era la majestad hierética del mito. Y de él se decían cosas, aquellas que guarda el artificio del misterio. Que se le había inventado el toro chico que le había puesto a la fiesta “su impuesto” fenicio y oneroso, que era figura porque era íntimo del generalísimo Franco, que compraba a los cronistas y hasta que sufría de tuberculosis. Lo cierto es que Manolete que fue un hombre honesto y generoso, no acumuló fortuna sino amigos grandes amistades que como dice José Luis de Córdoba en su obra “El toreo en Córdova” (Edit. Nebrija, Madrid, 1980) que aunque formó el cuarteto de los Califas de Córdoba, junto a “Lagartijo”, “Guerrita” y “Machaquito”; Manolete, fue el caso singular y único, y al morir su mirada fue nimbada por el halo luminoso de los elegidos. De los que marcan una norma a seguir y un  ejemplo a imitar.



3.



 Y la feria de San Agustín patrono de Linares no gozaba de mucha solera y ese agosto del 47 abre sus carteles armados por el empresario Pedro Balaña, con los diestros “Gitanillo de Triana”, Manolete y Luis Miguel “Dominguín”. Los toros eran de don Eduardo Miura y estaban originalmente  destinados a la feria de Murcia pero el público de toda la provincia de Jaén exigió aquel ganado al apoderado de Manolete, José Flores, Camará, y aquel jueves 28 de agosto, seis toros de la divisa ya mitológica de Miura son ansiados en Linares. “Islero”, toro negro entrepelao y bragao, marcado con el número 21 y herrado arriba como corresponde a su ascendencia cabrereña, salta a la arena en quinto lugar. Manolete, que aquella tarde lucía su característico traje de rosa pálido y oro, abrevia y llega al último tercio manseando y venciéndose por el pítón derecho; el que hay que cruzar en la estocada. La faena es honrada, apurando las escasas posibilidades que ofrece.


Manuel Rodríguez instrumenta una serie de manoletinas quedando en suerte, siempre, por el lado derecho. Manolete entra a matar cuando el reloj marca las 6 y 41 minutos de la tarde. El estoque se hunde lentamente entrando por todo lo alto del morrilo de “Islero” que, a la vez, clava el pitón en el muslo del torero, haciéndolo girar como un pelele. El toro se aleja a las tablas y el mozo de espadas “Sevillanito” y el apoderado Camará alzan a Manolete apresuradamente, en la desesperación, equivocan el camino del anfermería y han de retroceder sobre sus pasos. “Islero”, dobla y es apuntillado. Las dos orejas y el rabo, premio al pundonor –que lo llevó a cometer el yerro de entrarle a matar tan despacio, tan dejándose ver– de Manolete, le son llevadas a la enfermería.


El parte facultativo decía: “Durante la lidia del quinto toro ingresó en la enfermería el matador Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete. Tiene una herida por asta de toro en el ángulo inferior del triángulo de scarpa con una trayectoria de 25 centímetros de longitud, de abajo arriba y  de adentro afuera y ligeramente de delante atrás (sic), con destrozos de fibras musculares del sartorio, faciocridiforme, recto externo, con rotura de la vena safena y contorneado el paquete vásculo nervioso y la arteria femoral en una extensión de 5 centímetros y otra trayectoria hacia abajo, y hacia afuera de unos 20 centímetros de longitud, con intensa hemorragia y fuerte “shock” traumático. Pronóstico: muy grave”. Firmaban el parte los médicos de Jaén, Fernando Garrido Arboledas y Garzón Carbonell.


Decía con aquella majestad del humilde genio, el maestro Félix Arias Schreiber –“Al Alimón”–, en una crónica donde recordaba al gran “califa de Córdoba”, que esa tarde remota del 28 de agosto de 1947, “agonizaba Manolete en medio del vuelo de las moscas y del fastidioso sopor del verano español, tendido en el camastro de la destartalada enfermería del pueblo minero de Linares. Y se moría no el mejor, ni el más artista, ni el más sabio, pero sí, el de  más nítida personalidad del siglo XX.


En realidad, Manolete, a las 8 y 30 de la noche, sufre un enérgico “shock” y pierde muchísima sangre. Así, deciden trasladarlo al hospital de Los Condes de Linares donde los médicos Jiménez Guinea y Tamames, reunidos en consulta con sus colegas, deciden no volverlo a intervenir porque el pulso es muy leve y el matador apenas muestra una tensión de siete a pesar de las ocho transfusiones a que fuera sometido. Las primeras horas del otro día son de frases inconexas. Pregunta por su madre y no por la novia, la hermosa Lupe Sino que aguarda en el vestíbulo del quirófano.


Pide un cigarro. A las 5 de la madrugada del 29 de agosto, en el delirio –según algunos, por habérsele suministrado plasma que no era de su tipo–, como si estuviera en la plaza y quisiera dar una orden a su peón de confianza, Manuel Rodríguez lo llama a gritos; es su última palabra “¡David!”... Agoniza. Y a los 5 y 7 minutos, muere.


Manolete no fue el mejor torero del siglo. Antes que él están Joselito y Belmonte, los insuperables protagonistas de la edad de oro del toreo (1914-1920) –José María de Cossío dixit–, que aparecieron en la misma época y que eran al mismo tiempo diametralmente opuestos.

Y los amantes al toro tuvieron que esperar otro ciclo, aquel que inventó Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete. Hoy ha pasado medio siglo de su muerte y sus restos descansan en el cementerio de Nuestra Señora de la Salud donde lo cuida su fiel guardián Leoncio y ante su efigie  están escritos estos versos del poeta valenciano Rafael Duyos: “Aquel que las arenas pisó con más firmeza, yace aquí, bajo el cielo de su Córdoba mora”. Un luto de flores llora sobre su recuerdo, ahí reposa un Torero de toreros, el nombre de una época , el de su amor por el valor y su arte y su hombría. Y qué fácilmente la vida se hace de pronto recuerdo.


(Fragmento deñ libro USTED ES LA CULPABLE, Norma Editores. Lima 2004)

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