Entender sobre los toros no es tarea fácil. Los que no conocen hablan de barbaridad. Los otros, nosotros, amamos la fiesta porque es parte esencial de nuestras vidas. Juego del gozo y la muerte, los toros forman parte de una tradición en escritores como Mario Vargas Llosa que están comprometidos por los episodios de todos los humanos y no por la rabieta ignorante de los desalmados (EJ).
La capa de Belmonte fue un objeto mítico de mi infancia y,
probablemente, la razón del nacimiento de mi afición a la fiesta de los toros.
Pertenecía a mi tío Juan Eguren, el marido de la tía Lala, hermana de mi madre.
En la casa tribal de Cochabamba, de la calle Ladislao Cabrera, el tío Juan nos
contaba a mí y a mis primas Nancy y Gladys que esa hermosa capa oro y gualda,
recamada de pedrerías y testigo de milagrosas faenas en los cosos de España y
América, se la había regalado el gran Juan Belmonte a su padre, el primer
Eguren que llegó a Arequipa desde su lejana tierra vasca. Eran íntimos amigos,
acaso compadres, y el progenitor del tío Juan había acompañado al eximio
matador en incontables giras y por eso éste, al separarse, le había regalado en
prenda de amistad esa hermosa capa que, en las grandes ocasiones, el tío Juan y
la tía Lala desenterraban del baúl donde la tenían guardada, entre coberturas
de papel de seda y bolitas de naftalina.
No era un capote de torear sino una capa de adorno, para el paseíllo, pero mi tío Juan la utilizaba igual para citar al invisible astado y con movimientos lentos, rítmicos, de graciosa elegancia, confundir y marear al animal obligándolo a embestir una y otra vez, raspándole el cuerpo, en una danza mortal que a mí y mis primas nos mantenía hipnotizados. Aquellas noches yo salía a las plazas a torear y escuchaba clarines, pasodobles, y veía los tendidos alborotados por los gritos entusiastas y los pañuelos de los aficionados.
Un acontecimiento excepcional de aquellos años fue la llegada al Cine Rex, cercano a la Plaza de Armas de Cochabamba, de la película Sangre y Arena, con Tyrone Power, Linda Darnell, Akim Tomiroff y Rita Hayworth. Gocé, sufrí y soñé tanto con ella -me la sabía de memoria y además la reproducimos varias veces en el vestíbulo y los patios de la profunda casa cochabambina donde vivía la tribu familiar- que nunca he querido volverla a ver, temeroso de que aquella inolvidable historia sentimental, de amores heroicos y corridas épicas, vista hoy día desencantara y aniquilara uno de mis mejores recuerdos de la infancia. ¿Cuántas veces la vimos? Varias y la que más, la prima Gladys, a quien recuerdo echando unos lagrimones la tarde que el tío Juan la mató de pena confirmándole que, definitivamente, una mujer no podía ser torero.
De modo que aquella soleada tarde en que el abuelo Pedro -yo debía andar por los ocho o nueve años de edad- me tomó de la mano y me hizo subir la larga cuesta que conducía a El Alto, aquella cumbre desde la que se divisaba todo el valle de Cochabamba y donde estaba la placita de toros de la ciudad, para presenciar la primera novillada de mi vida, yo era ya poco menos que un experto en tauromaquia. Sabía que una corrida constaba de tres tercios, los nombres de los pases, que los Miuras eran los bichos más bravos y más nobles, y que las banderillas y la pica no se infligían al toro por pura crueldad sino para despertar su gallardía, embravecerlo y, a la vez, paradójicamente, bajarle la cabeza a la altura de la muleta. Pero una cosa era saber todo eso y mucho más, en teoría, y otra ver y tocar la fiesta y vivirla en un estado de trance, emocionado hasta los tuétanos. Todo era hechicero y exaltante en el inolvidable espectáculo: la música, los jaleos de la afición, el colorido de los trajes, los desplantes de los espadas, y los mugidos con que el toro expresaba su dolor y su furia. Elegancia, crueldad, valentía, gracia y violencia se mezclaban en esas imágenes que me acompañaron tanto tiempo. Estoy seguro que al regresar a la casa de Ladislao Cabrera, todavía en estado de fiebre, aquella tarde había tomado ya la resolución inquebrantable de no ser aviador ni marino, sino torero.
Cuando la familia regresó al Perú, en 1945 o 1946, luego de diez años de exilio boliviano, la capa de Belmonte todavía existía y el tío Juan y la tía Lala la mostraban de vez en cuando a los amigos y parientes, en su casita miraflorina de Diego Ferré, donde yo pasé muchos fines de semana y fui tan feliz como lo había sido en Cochabamba. No puedo separar el recuerdo de esa capa de la figura epónima de Mito Mendoza, un primo del tío Juan, que sabía de toros todavía más que éste, y que, hablando de la fiesta, contando corridas célebres y faenas paradigmáticas y chismografías de ganaderos, empresarios y toreros, se excitaba de tal modo que se ponía colorado y accionaba y alzaba la voz como si algo lo hubiera enfurecido. Pero estaba feliz y en esas apoteosis solía exigir que le pusieran en las manos la capa de Belmonte para pasar a la acción. Yo y mis primas hacíamos de toro y era una verdadera felicidad embestir y obedecer el engaño a que nos sometían las diestras manos de Mito Mendoza, a quien admirábamos sin límites, porque de él se decía que, además de torearnos a nosotros, toros inofensivos, había toreado toros de verdad, como torero-señorito, y destacado en las tientas por su dominio de la técnica y su valentía. Mito Mendoza desapareció un día de la casita del tío Juan y la tía Lala y después supimos que había partido a Estados Unidos y que allí, para conseguir la residencia o la nacionalidad, se había enrolado en el Ejército y muerto como combatiente en la lejana y misteriosa guerra de Corea.
El tío Juan, el tío Jorge y el tío Lucho me llevaron muchas veces a los toros, a Acho, la placita de toros colonial, acogedora y de sabor inconfundible, en la que habían toreado Belmonte y Manolete -la más antigua del mundo, después de la de Ronda- que el arquitecto Cartucho Miró Quesada restauró por aquellos años, en que debió inaugurarse la Feria de Octubre, y a la Plaza Monumental, que hizo construir la dictadura de Odría, y que fue una chapuza tan monumental como su nombre. Nunca prendió, la afición jamás se acostumbró a ella, y menos los toreros, y quizás todavía menos los toros que en esa pretenciosa y desmesurada construcción de cemento armado, barrida por los vientos y de atmósfera glacial, se sentían tristes y desbrujulados. Pero allí vi yo algunas corridas memorables, como las que protagonizaba el gran Procuna, torero esquizofrénico, que una tarde huía de los toros empavorecido, amarillo de espanto, arrojando la capa y zambulléndose de cabeza por las defensas si hacía falta, y a la siguiente encandilaba y enloquecía a los tendidos en un despliegue de temeridad y sabiduría con el capote y la muleta que cortaban el habla y la respiración. Y allí vi y oí resonar en el silencio eléctrico de aquella tarde la bofetada que el torero argentino Rovira descargó en las mejillas de Luis Miguel Dominguín, con la que prácticamente se suicidó (taurinamente hablando).
Pero al ídolo de mi juventud, al maestro de los maestros, al quieto, elegante y profundo Ordóñez, restaurador y exponente eximio del toreo rondeño, lo vi por primera vez -en una corrida a la que para entrar empeñé mi máquina de escribir- en la alegre y sabrosa Plaza de Acho, en una soleada tarde de octubre en que la enfervorecida y agradecida multitud lo llevó en hombros, desde el Rímac, hasta el Hotel Bolívar de la Plaza San Martín. No recuerdo haber visto entusiasmo igual ni haber sentido, como esa vez, que lo que ocurría allí en el ruedo era una magia aterradora y excelsa que me asustaba, hechizaba, entristecía y alegraba. Su lentitud, sus poses estatuarias, su serenidad y su dominio del toro, su desprecio del riesgo, tenían algo escalofriante, interpelaban a la muerte y eran belleza en estado puro. Ver torear a Ordóñez casi siempre me levantaba del asiento. Lo vi muchas veces después, en España, en aquellos años de 1958 y 1959 en que gracias a la beca Javier Prado, que obtuve para hacer el doctorado en la Complutense, viví como un pachá. (Recibía ciento diez dólares al mes, lo que en la pobretona España de entonces era una verdadera fortuna) Para ver a Ordóñez tomaba trenes y hacía largos viajes y, por supuesto, concebía fantásticos proyectos literarios: llegar hasta él, amigarnos y acompañarlo por las plazas de toros de toda España a lo largo de una temporada entera, para escribir un libro sobre él que nos, o que en todo caso me, inmortalizaría.
¿Qué se hizo de la querida capa de Belmonte que tan bellos recuerdos me trae de mi niñez? Cuando, ya adulto, comencé a preguntarme si aquella capa había pertenecido de verdad a Belmonte el Trágico -como lo llamó Abraham Valdelomar en el delicioso librito que escribió sobre él-, si el abuelo de mis primas Nancy y Gladys y el torero habrían sido de verdad tan amigos, o si todas esas historias que nos contaba el tío Juan para amansarnos cuando éramos niños eran meras fabulaciones que la familia patentó, la capa ya se había eclipsado. ¿Se la robaron? ¿Se extravió en algunas de las muchas mudanzas de que estuvo repleta la historia familiar? ¿Acaso fue vendida en algunas de las crisis económicas que golpearon con dureza, en la etapa final, al tío Juan y a la tía Lala? Nunca lo he sabido. En verdad, no tiene la menor importancia. Esa capa de Belmonte sigue existiendo donde nadie puede dañarla ya, ni perderla, ni apropiársela: en la memoria de un veterano que la preserva, la cuida y la venera como uno de los recuerdos más tiernos y emocionantes de su niñez, esa edad que con toda justicia llaman de oro.
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