lunes, 13 de octubre de 2014

Diego Urdiales / TOROS Y VINOS, EL HEDONISMO COMO PRINCIPIO





 

Ya maduro, Diego Urdiales camina entre dos líneas, la maestría y la discreción de su personalidad. Es un torero, en el estricto sentido del término, sobrio, clásico y auténtico. No hay muchos matadores de esta catadura en el escalafón mundial.



Quiero creer. En algo. No tengo muchas preferencias, es una necesidad indeterminada y difusa. En lo que sea ¿En el toreo actual? Quiero creer, supongo que como todos los aficionados. He perdido la fe pero soy recuperable. A quienes, como yo, podemos volver (quizá) a algún buen camino, la fe es quizás lo último que nos mantiene en esto del toro.

Y justo cuando la esperanza parece desvanecerse surge de sus cenizas un torero como Diego Urdiales y revive aquella flama que parecía que se apagaba en mí. Mucho se podrá decir de El Juli, de Morante (de antemano pido un disculpa al director de este sitio Morantista como pocos) y de Perera que ha tenido una temporada magnifica, pero el toreo verdad con verdad esta temporada lo ha hecho para mi Diego Urdiales señores. Además con toros de verdad a diferencia de los antes mencionados y del mismísimo José Tomas.

Si tuviera que elegir al personaje del año 2014 del toreo en España escogería a Diego Urdiales sobre todos los demás y tengo bastante claro por qué este año es Urdiales: por sus triunfos, contados pero de peso, por su toreo seco sin trampas, pero además y, sobre todo, por dos razones que no necesariamente van unidas: su talento y su paciencia a no claudicar.

El talento puede ser una carga muy pesada. Te eleva, te hace distinto, convierte en fácil lo imposible; te vuelve único pero también te exige, te incomoda, te lleva al límite. El talento, cuando no estás dispuesto a desperdiciar ni un gramo, te obliga a intentar siempre mucho más, después un poco más y luego más todavía.

Diego camina entre dos líneas, la maestría y la discreción de su personalidad. Es un torero, en el estricto sentido del término, sobrio, clásico y auténtico. No hay muchos matadores de esta catadura en el escalafón mundial.

La suya ha sido una temporada corta, pero triunfal, además de que la mayoría de los triunfos han sido en plazas de gran relevancia y exigencia. En Francia protagonizo tres tardes muy importantes en Mont de Marsan, Dax y Ceret. En la primera de ellas logró una puerta grande con una corrida de Victorino Martín.

Hace unos días en la Feria de Otoño pudimos ver la consolidación de Urdiales como “torero de Madrid” tras una actuación sobria, pero de mucho arte y calidad con toros de Adolfo Martín.

Lo de Urdiales no es ninguna casualidad, es un ejemplo al no claudicar, ni siquiera en los momentos difíciles y vaya que los ha pasado este torero. Lo que ha recogido Diego en este 2014 es el fruto de aquello a lo que le ha dedicado su tiempo, su energía, su esfuerzo y de querer en verdad su vocación.

Pero como lo suyo nunca ha sido el conformismo, tendrá que seguir luchando en el 2015 contra aquello que ha tenido que enfrentar en circunstancias adversas toda su vida profesional y que no le ha permitido todavía una temporada en la cima; el sistema taurino actual, del que ya sabemos “tiene la capacidad de digerir lo que no le conviene”.

No sé a dónde llegara Urdiales el próximo año, ni sé si lograra vencer al sistema y ponerse en figura del toreo algún día. El mismo tendrá que ser consciente que hoy más que nunca no se podrá permitir tardes frívolas, ni dejar pasar las oportunidades que seguramente le llegaran en las próximas ferias importantes en Europa y América.

Y aunque a los periodistas a veces se nos olvida y nos puede más una faena fugaz o un apellido, que sean estas líneas un reconocimiento para un guerrero, que solo hablando con su toreo y en la plaza nos ha dicho que no todo está perdido para todos aquellos que disfrutamos del toreo clásico, seco y profundo. Gracias Diego.

Por Fernando Ortega / De Sol y sombra (13/10/2014)

BIOGRAFÍA


Diego Urdiales Hernández.
Arnedo (La Rioja), 31 de mayo de 1975.
Presentación ante el público: 19 de marzo de 1988, en Arnedo (La Rioja).
Presentación vestido de luces: 2 de octubre de 1988, en Arnedo (La Rioja).
Debut con picadores: 21 de marzo de 1992, en Arnedo (La Rioja).
Presentación en Madrid: 9 de marzo de 1997.
Alternativa: 15 de agosto de 1999, en Dax (Francia). Toros de Puerta Hermanos, con Paco Ojeda y Manuel Díaz, 'El Cordobés'.
Confirmación de alternativa: 8 de julio de 2001. Toros de Guardiola Fantoni, con Frascuelo y Jesús Pérez, 'El Madrileño'.

domingo, 12 de octubre de 2014

Orígenes / LA RAÍZ DE PERERA ES OJEDA NO TOMÁS







 A raíz del enorme triunfo de Miguel Ángel Perera en la pasada feria de San Isidro en Madrid, no pocos furibundos de José Tomás han intentado aprovechar el gran impacto de lo hecho por el extremeño para, enseguida, tratar de aprovecharlo para volver a magnificar el toreo del galapagarino. Pues, no señores. Perera es el más genuino intérprete del toreo que revolucionó Ojeda. El propio Paco Ojeda ha dicho que quien más acerca a lo que él hizo es Miguel Ángel Perera.




Hace días cayó en nuestras manos un texto en el que se trataba de explicar por qué Perera es un hijo taurino de José Tomás mediante extraños, confusos y, por consiguiente, incomprensibles argumentos sobre los aspectos técnicos del – ¿coincidente? – toreo de ambos que, por carecer de claridad, conducen al asombro cuando no al sonrojo. Vean lo que decía uno de esos alucinados que pululan por el orbe tomasista y se creen sus propios inventos:

Con José Tomás empieza lo que yo llamo el cite invisible. Es decir, no el toque que utiliza el engaño en su totalidad, una vez  establecida la conexión de la mirada del toro con el trapo – el que siempre se había usado – sino el que divide el engaño en partes y toca al ojo contrario, durante el cite cruzado, para lograr una conjunción más ceñida con la embestida, o el que toca con la parte del engaño pegada al cuerpo, para ceñir al toro que abre su embestida; o el frontal, que llama con la parte superior o el que toca con los flecos.

Y con José Tomás se consuman otras llamadas -apenas se las puede considerar toques·- durante el viaje de las embestidas, tanto por dentro como hacia fuera, que mantienen el equilibrio de su conjunción con el engaño y extraen del toro un trayecto más largo y acompasado.

La observación de esa novedosa manera de torear, que consiste en conectar la voluntad de embestir del toro con el mando torero que la modula hasta extraer en cada lance, en cada pase, toda su bravura, es lo que fascina la mirada del joven Perera que sueña con el toreo y ve en el maestro otra afirmación de la tauromaquia: la técnica no defensiva, basada en la entrega del diestro que encentra su seguridad precisamente en el riesgo, en un sitio muy comprometido, el único que permite enlazar con la mirada del animal y comprender los móviles de sus embestidas. Es para  Perera la suprema maestría, cuya defensa ya no estriba en desviar la embestida, sino en poseerla, en llevarla en el engaño, siempre toreada.

Llevar al toro toreado, tras haber planteado la suerte en la tesitura más comprometida, y encontrar en ello la máxima seguridad del torero, es un hallazgo fascinante, paradójico, lo  que hace al torero sentirse un auténtico demiurgo de su arte, un artista excepcional. A esa tauromaquia ética y estética es a la que se afilia Miguel Ángel desde el momento en que decide ser toreo.

Hasta donde se puede llegar en el intento de explicar lo inexplicable.  La cosa es mucho más fácil. Simple y llanamente la creación torera de Paco Ojeda. Nunca nadie hasta llegar el de Sanlúcar  a los ruedos, había toreado ligando más quieto sin solución de continuidad desde un terreno tan cercano al toro, incluso metido entre los pitones, y llevarlo hasta tan lejos una y otra y otra… vez.

El toreo más genuino de José Tomás – aquel que hizo en sus mejores faenas de las temporadas de 1997,1998 y 1999 hasta que se aburrió en mediados el 2000 y se vino completamente abajo en el 2001-  procede directamente del de Ojeda aunque Tomás nunca llegó a hacer lo que hizo el último revolucionario.

Otros lo intentaron antes que Tomás, como Jesulín de Ubrique sin llegar a lograrlo por completo;  o como Pedrito de Portugal; o como después los muchos que incorporaron a su tauromaquia el doble pase de pecho sin moverse si bien, el genuino, el de Ojeda, era rematado por abajo, no por arriba.

El mismo Ojeda se mal imitó varias veces a sí mismo y yo se lo critique reproduciendo en la conversación el famoso dicho: “Bien aventurados sean mis imitadores porque de ello serán mis defectos”. Luego, no pocas figuras también adoptaron el ligar el trincherazo a un redondo sin moverse y, por supuesto el llamado “arrimón” para cerrar las faenas. Todo  esto no  viene de nadie más que de don Francisco Manuel Ojeda González.

Miguel Ángel Perera lo que ha hecho es reunir perfeccionándolo en su toreo todas la revoluciones habidas y por haber. Y cuajar esas faenas con una templada redondez y una frecuencia inauditas, le salgan como le salgan los toros que es lo que está consumado  esta temporada que, si no hay percances por medio, superará incluso a la histórica que logró el año 2008.
Yo no fui partidario de Perera hasta la temporada de 2007. Aquella en que sustituyó a las varias figuras que cayeron heridas a finales de agosto y de septiembre. Y la primera crónica que escribí diciendo lo mismo que en este artículo fue en la feria de Palencia con toros de Fuente Ymbro que Perera, por cierto, ha cuajado muchísimos de esta ganadería. Justamente de Fuente Ymbro fue el toro que cuajó la mejor faena con mucho de la feria de San Isidro o del Aniversario – tanto da – en la que, precisamente, José Tomás toreó sus dos últimas corridas en Madrid. Muy bien en la primera aunque sin alcanzar la mejor versión de su primera etapa profesional, y horriblemente mal aunque suicida en la segunda, cosa que no ha vuelto a hacer ni lo hará nunca más.

Entonces nadie se atrevió a decir las tonterías que se están diciendo ahora tratando de aprovechar el gran triunfo en Las Ventas de Perera para apuntárselo a José Tomás. Y es que esto es el colmo de los colmos. Porque, además, esos “inventos” técnicos incomprensibles, Tomás los hace con ganado superseleccionado  y a modo – ya saben por donde voy – de lo más fácil que haya en el mercado y en escasísimo número de festejos hiperorganizados. 

Mientras que Perera lo viene logrando durante largas e intensas temporadas en las plazas de más compromiso incluidas y ante reses de todos los encastes, sin tantos miramientos en las fincas ni tanta publicidad ni tanto artificial misterio ni tan falaz misticismo. Y añadiendo muchísimas más cornadas y percances de toda gravedad que el ínclito sujeto de Galapagar.  Esto, todo esto, José Tomás no lo hizo ni lo hará jamás. Ni soñándolo.

¡Hombre, por Dios, que no somos ciegos ni imbéciles¡


Un texto de José Antonio del Moral

martes, 7 de octubre de 2014

Mario Vargas Llosa / LA CAPA DE BELMONTE



 

Entender sobre los toros no es tarea fácil. Los que no conocen hablan de barbaridad. Los otros, nosotros, amamos la fiesta porque es parte esencial de nuestras vidas. Juego del gozo y la muerte, los toros forman parte de una tradición en escritores como Mario Vargas Llosa que están comprometidos por los episodios de todos los humanos y no por la rabieta ignorante de los desalmados (EJ).          

                 

La capa de Belmonte fue un objeto mítico de mi infancia y, probablemente, la razón del nacimiento de mi afición a la fiesta de los toros. Pertenecía a mi tío Juan Eguren, el marido de la tía Lala, hermana de mi madre. En la casa tribal de Cochabamba, de la calle Ladislao Cabrera, el tío Juan nos contaba a mí y a mis primas Nancy y Gladys que esa hermosa capa oro y gualda, recamada de pedrerías y testigo de milagrosas faenas en los cosos de España y América, se la había regalado el gran Juan Belmonte a su padre, el primer Eguren que llegó a Arequipa desde su lejana tierra vasca. Eran íntimos amigos, acaso compadres, y el progenitor del tío Juan había acompañado al eximio matador en incontables giras y por eso éste, al separarse, le había regalado en prenda de amistad esa hermosa capa que, en las grandes ocasiones, el tío Juan y la tía Lala desenterraban del baúl donde la tenían guardada, entre coberturas de papel de seda y bolitas de naftalina.

No era un capote de torear sino una capa de adorno, para el paseíllo, pero mi tío Juan la utilizaba igual para citar al invisible astado y con movimientos lentos, rítmicos, de graciosa elegancia, confundir y marear al animal obligándolo a embestir una y otra vez, raspándole el cuerpo, en una danza mortal que a mí y mis primas nos mantenía hipnotizados. Aquellas noches yo salía a las plazas a torear y escuchaba clarines, pasodobles, y veía los tendidos alborotados por los gritos entusiastas y los pañuelos de los aficionados.

Un acontecimiento excepcional de aquellos años fue la llegada al Cine Rex, cercano a la Plaza de Armas de Cochabamba, de la película Sangre y Arena, con Tyrone Power, Linda Darnell, Akim Tomiroff y Rita Hayworth. Gocé, sufrí y soñé tanto con ella -me la sabía de memoria y además la reproducimos varias veces en el vestíbulo y los patios de la profunda casa cochabambina donde vivía la tribu familiar- que nunca he querido volverla a ver, temeroso de que aquella inolvidable historia sentimental, de amores heroicos y corridas épicas, vista hoy día desencantara y aniquilara uno de mis mejores recuerdos de la infancia. ¿Cuántas veces la vimos? Varias y la que más, la prima Gladys, a quien recuerdo echando unos lagrimones la tarde que el tío Juan la mató de pena confirmándole que, definitivamente, una mujer no podía ser torero.

De modo que aquella soleada tarde en que el abuelo Pedro -yo debía andar por los ocho o nueve años de edad- me tomó de la mano y me hizo subir la larga cuesta que conducía a El Alto, aquella cumbre desde la que se divisaba todo el valle de Cochabamba y donde estaba la placita de toros de la ciudad, para presenciar la primera novillada de mi vida, yo era ya poco menos que un experto en tauromaquia. Sabía que una corrida constaba de tres tercios, los nombres de los pases, que los Miuras eran los bichos más bravos y más nobles, y que las banderillas y la pica no se infligían al toro por pura crueldad sino para despertar su gallardía, embravecerlo y, a la vez, paradójicamente, bajarle la cabeza a la altura de la muleta. Pero una cosa era saber todo eso y mucho más, en teoría, y otra ver y tocar la fiesta y vivirla en un estado de trance, emocionado hasta los tuétanos. Todo era hechicero y exaltante en el inolvidable espectáculo: la música, los jaleos de la afición, el colorido de los trajes, los desplantes de los espadas, y los mugidos con que el toro expresaba su dolor y su furia. Elegancia, crueldad, valentía, gracia y violencia se mezclaban en esas imágenes que me acompañaron tanto tiempo. Estoy seguro que al regresar a la casa de Ladislao Cabrera, todavía en estado de fiebre, aquella tarde había tomado ya la resolución inquebrantable de no ser aviador ni marino, sino torero.

Cuando la familia regresó al Perú, en 1945 o 1946, luego de diez años de exilio boliviano, la capa de Belmonte todavía existía y el tío Juan y la tía Lala la mostraban de vez en cuando a los amigos y parientes, en su casita miraflorina de Diego Ferré, donde yo pasé muchos fines de semana y fui tan feliz como lo había sido en Cochabamba. No puedo separar el recuerdo de esa capa de la figura epónima de Mito Mendoza, un primo del tío Juan, que sabía de toros todavía más que éste, y que, hablando de la fiesta, contando corridas célebres y faenas paradigmáticas y chismografías de ganaderos, empresarios y toreros, se excitaba de tal modo que se ponía colorado y accionaba y alzaba la voz como si algo lo hubiera enfurecido. Pero estaba feliz y en esas apoteosis solía exigir que le pusieran en las manos la capa de Belmonte para pasar a la acción. Yo y mis primas hacíamos de toro y era una verdadera felicidad embestir y obedecer el engaño a que nos sometían las diestras manos de Mito Mendoza, a quien admirábamos sin límites, porque de él se decía que, además de torearnos a nosotros, toros inofensivos, había toreado toros de verdad, como torero-señorito, y destacado en las tientas por su dominio de la técnica y su valentía. Mito Mendoza desapareció un día de la casita del tío Juan y la tía Lala y después supimos que había partido a Estados Unidos y que allí, para conseguir la residencia o la nacionalidad, se había enrolado en el Ejército y muerto como combatiente en la lejana y misteriosa guerra de Corea.

El tío Juan, el tío Jorge y el tío Lucho me llevaron muchas veces a los toros, a Acho, la placita de toros colonial, acogedora y de sabor inconfundible, en la que habían toreado Belmonte y Manolete -la más antigua del mundo, después de la de Ronda- que el arquitecto Cartucho Miró Quesada restauró por aquellos años, en que debió inaugurarse la Feria de Octubre, y a la Plaza Monumental, que hizo construir la dictadura de Odría, y que fue una chapuza tan monumental como su nombre. Nunca prendió, la afición jamás se acostumbró a ella, y menos los toreros, y quizás todavía menos los toros que en esa pretenciosa y desmesurada construcción de cemento armado, barrida por los vientos y de atmósfera glacial, se sentían tristes y desbrujulados. Pero allí vi yo algunas corridas memorables, como las que protagonizaba el gran Procuna, torero esquizofrénico, que una tarde huía de los toros empavorecido, amarillo de espanto, arrojando la capa y zambulléndose de cabeza por las defensas si hacía falta, y a la siguiente encandilaba y enloquecía a los tendidos en un despliegue de temeridad y sabiduría con el capote y la muleta que cortaban el habla y la respiración. Y allí vi y oí resonar en el silencio eléctrico de aquella tarde la bofetada que el torero argentino Rovira descargó en las mejillas de Luis Miguel Dominguín, con la que prácticamente se suicidó (taurinamente hablando).

Pero al ídolo de mi juventud, al maestro de los maestros, al quieto, elegante y profundo Ordóñez, restaurador y exponente eximio del toreo rondeño, lo vi por primera vez -en una corrida a la que para entrar empeñé mi máquina de escribir- en la alegre y sabrosa Plaza de Acho, en una soleada tarde de octubre en que la enfervorecida y agradecida multitud lo llevó en hombros, desde el Rímac, hasta el Hotel Bolívar de la Plaza San Martín. No recuerdo haber visto entusiasmo igual ni haber sentido, como esa vez, que lo que ocurría allí en el ruedo era una magia aterradora y excelsa que me asustaba, hechizaba, entristecía y alegraba. Su lentitud, sus poses estatuarias, su serenidad y su dominio del toro, su desprecio del riesgo, tenían algo escalofriante, interpelaban a la muerte y eran belleza en estado puro. Ver torear a Ordóñez casi siempre me levantaba del asiento. Lo vi muchas veces después, en España, en aquellos años de 1958 y 1959 en que gracias a la beca Javier Prado, que obtuve para hacer el doctorado en la Complutense, viví como un pachá. (Recibía ciento diez dólares al mes, lo que en la pobretona España de entonces era una verdadera fortuna) Para ver a Ordóñez tomaba trenes y hacía largos viajes y, por supuesto, concebía fantásticos proyectos literarios: llegar hasta él, amigarnos y acompañarlo por las plazas de toros de toda España a lo largo de una temporada entera, para escribir un libro sobre él que nos, o que en todo caso me, inmortalizaría. 

Un libro que sería mejor que todos los cuentos y ensayos taurinos que había escrito Hemingway, un escritor que yo admiraba mucho y al que leía con pasión, salvo cuando escribía de toros, porque, aunque le gustaban mucho, me daba la impresión de que nunca los entendía a cabalidad, que se quedaba sólo con lo que la fiesta tenía de peor, la brutalidad, y que se le escapaban su misterio, su delicadeza, su estética, y esa extraña virtud de exponernos en ciertos momentos privilegiados, con desnudez total, la condición humana. Y, a propósito, la única vez que vi en persona al autor de El viejo y el mar fue en la Plaza de Toros de Madrid, una tarde de San Isidro, bajando los graderíos de sombra del brazo nada menos que de la deslumbrante Ava Gardner, hacia la barrera. Parecía igual que su mito: grande, fuerte, vital, ávido y feliz, un verdadero dueño del mundo. Y, sin embargo, por debajo de esa apariencia de triunfador, había empezado ya la irremisible decadencia del titán, la intelectual y la física, esa desintegración que lo iría empujando en los años siguientes hacia el disparo de Idaho, como a uno de sus héroes de malograda virilidad, tema obsesivo de sus historias.

¿Qué se hizo de la querida capa de Belmonte que tan bellos recuerdos me trae de mi niñez? Cuando, ya adulto, comencé a preguntarme si aquella capa había pertenecido de verdad a Belmonte el Trágico -como lo llamó Abraham Valdelomar en el delicioso librito que escribió sobre él-, si el abuelo de mis primas Nancy y Gladys y el torero habrían sido de verdad tan amigos, o si todas esas historias que nos contaba el tío Juan para amansarnos cuando éramos niños eran meras fabulaciones que la familia patentó, la capa ya se había eclipsado. ¿Se la robaron? ¿Se extravió en algunas de las muchas mudanzas de que estuvo repleta la historia familiar? ¿Acaso fue vendida en algunas de las crisis económicas que golpearon con dureza, en la etapa final, al tío Juan y a la tía Lala? Nunca lo he sabido. En verdad, no tiene la menor importancia. Esa capa de Belmonte sigue existiendo donde nadie puede dañarla ya, ni perderla, ni apropiársela: en la memoria de un veterano que la preserva, la cuida y la venera como uno de los recuerdos más tiernos y emocionantes de su niñez, esa edad que con toda justicia llaman de oro.