1.
Un grandioso torero y un personaje genial: así era Juan
Belmonte, que comparte con Joselito el Gallo la llamada Edad de Oro del toreo. Sus
seguidores se pegaban por las ciudades y los pueblos de España; ellos dos
tenían que disimular su amistad y el profundo respeto que sentían por el otro,
para no defraudarles. Eran opuestos – complementarios – dentro y fuera del
ruedo.
José era la cumbre del clasicismo, el final – por desgracia
– de la gran trayectoria de la lidia entendida como dominio de todos los toros
y todas las suertes. Juan fue el gran revolucionario, que abre el camino del
toreo contemporáneo.
Cada vez se advierte mejor su sincronía con las grandes
aportaciones de los movimientos estéticos de vanguardia: en 1914, a la vez que
él toma la alternativa, Stravinsky estrena con gran escándalo, en París, «La
Consagración de la primavera», Picasso investiga el cubismo sintético y Marcel
Proust comienza a redactar «En búsqueda del tiempo perdido». Es el signo de los
tiempos, que algunos artistas perciben de manera intuitiva.
2.
¿En qué consiste la revolución belmontina? Sencillamente, en
dejar el toreo sobre las piernas, que hasta entonces predominaba, y guiar al
toro solamente con los brazos, dejando quietos los pies. En no aceptar que haya
terrenos del toro: todos son del torero, si es capaz de meterse en ellos. En
basar todo en el temple, esa misteriosa capacidad para armonizar los
movimientos de capote y muleta a la velocidad de cada toro, haciéndola cada vez
más lenta. En bajar las manos, subrayando la dimensión estética del capote. En
expresar con dramatismo la sensibilidad del artista... Todo eso lo han seguido
todos los diestros posteriores a Belmonte y es la base de la Tauromaquia
moderna.
¿Nacía esa nueva técnica de una limitación física? En parte,
sí, pero sólo en parte. Además de conocedor del toro como ninguno, Joselito era
un verdadero atleta, poesía grades cualidades físicas; Belmonte, todo lo
contrario. Cuenta él mismo que, en una época, se sentía tan débil que no tenía
fuerzas ni para separarse de la barrera para ir a buscar al toro: allí lo
esperaba y, cuando le embestía, no tenía fuerzas para moverse, tenía que
librarse de la cogida con el juego de brazos.
No es del todo cierto pero tampoco, pura fantasía. A eso hay
que añadir el espíritu de Triana. Aunque Juan nació en la calle Feria, se
sentía, desde su juventud, trianero, con la peculiaridad que eso supone: lo
trágico frente a lo lírico; lo dionisíaco frente a lo apolíneo... Esas dos
caras de Jano que definen, según Antonio Burgos, a la capital hispalense. Y,
sobre todo, la intuición de una nueva forma de torear: aunque, según él mismo
dijo, no se trataba de innovar nada, sino de restaurar las más viejas esencias.
Cuando comenzó, no poseía Belmonte la técnica necesaria para
llevar a la práctica sus sueños: le cogían demasiado los toros. Dictamino El
Guerra, el viejo Califa cordobés: «El que quiera verlo, que se dé prisa, antes
de que lo mate un toro». En cambio, Joselito era tan dominador que – se decía –
sólo le podía coger un toro si le tiraba un cuerno. Pero la vida es más
imprevisible que las más razonables explicaciones: a José lo mató un toro, en
Talavera; Juan puso fin a su viuda cuando estaba ya en lo que Jorge Manrique
llama «el arrabal de senectud».
3.
A Joselito no le imaginamos fuera de los ruedos: era un
obseso del toreo, sólo vivía y valía para eso. Juan, en cambio, hubiera sido
también un genio en cualquier otra cosa que se hubiera propuesto. Aunque no
hubiera estudiado, era un hombre de múltiples inquietudes, de extraordinaria
inteligencia natural. En el libro de Chaves Nogales se cuenta cuando quería
irse a África, a cazar leones, o cómo, desde novillero, apilaba libros en su
esportón. Hubo temporadas en que leyó cerca de setenta libros, el mismo número
de corridas que toreó. Una tarde, cuando el mozo de espadas fue a vestirlo para
torear, le dijo que no iba a hacerlo porque necesitaba acabar una novela de
Anatole France, y así lo hizo... No era una pose sino la expresión de una profunda
inquietud personal.
Sus reflexiones sobre Tauromaquia poseen una originalidad
tan profunda que todos las hemos repetido mil veces: se torea como se es, por
una fuerza espiritual, que la misma que nos lleva a enamorarse... No es extraño
que fascinara a los intelectuales: poseía lo que Bergamín llama «percha
literaria». Valle-Inclán y Pérez de Ayala le organizaron un homenaje. Definió
el primero que Juan, tan poco atractivo físicamente, se transfiguraba, delante
del toro, adquiría la belleza de una estatua clásica. Para el segundo, había
realizado su sueño: convertir a la Tauromaquia en una de las Bellas Artes,
depurándola de toda violencia y crueldad...
Para ayudarlo, dictó a su amigo Chaves Nogales, que no era
aficionado a los toros, uno de los más hermosos libros de toros: «Juan
Belmonte, matador de toros». Poco importa que, en él, como en la vida, la
realidad se mezcle con los sueños. Si Joselito – como él dijo – le ganó la
partida en Talavera, donde murió, Juan - lo ha dicho Antonio Burgos – le ganó a
él gracias a Chaves Nogales: al apoyo de los escritores y artistas...
¿Por qué se suicidó Juan Belmonte? Nadie lo sabe con
seguridad pero existen varias pistas. Desde joven, tenía obsesión por la
muerte, llevaba consigo una pistolita. No se resignaba a la decadencia física
(¿y sexual?). Temió que una hernia de hiato fuera una enfermedad más grave. Le
impresionó mucho ver a su gran amigo Julio Camba, en el Hospital, lleno de
tubos: él no quería morir así...
4.
El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir los 70 años, por
la mañana, visitó a Enriqueta, su último amor. Le dejó varios regalos: un
portacalcetines de oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con dinero y varias
fotografías dedicadas: «Cuando yo me muera, si necesitas dinero, véndeselas a
una revista extranjera, que las pagarán bien». Y, como tantas veces, en broma,
ella le tiró una zapatilla, pero él ya no pudo volver, otro día, para
devolvérsela.
Esa tarde, recorrió a caballo su finca, acosó y derribó,
quiso encerrar en la placita de tientas a un semental. Lo cuenta su amigo
Andrés Martínez de León, en una carta que ha publicado Salvador Balil: «¿Quiso
despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad? ¿Quería que el toro lo
matara?
Ya anocheciendo, casi a dos luces, en ‘la hora de Belmonte’, se encerró
en su despacho, puso en marcha el ronroneo del pequeño motor que da luz al
caserío y se pegó un tiro».
Así murió un genio. Y Gerardo Diego apostilló: «Apiádate,
Señor, de Juan Belmonte».
Andrés
Amorós / Madrid / ABC
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